Recordad, ¡vosotros hacéis los dibujos de esta historia! (Solo para 4ºC)
Había
una vez una niña llamada Andrea que vivía
en una pequeña casita en el campo, justo al lado de un riachuelo, a las afueras
de un pueblo habitado por gente sencilla y agradable.
Andrea era morena de largos tirabuzones, risueña, simpática y juguetona, querida por todos. Era una niña
feliz, pero había algo que la atormentaba. Por las noches, era incapaz de dormir
con la luz apagada, pues tenía mucho miedo a la oscuridad.
Un día de frío invierno, la mamá de Andrea cansada de tener que dejar la
luz del cuarto de su hija encendida por las noches, compró una pequeña lámpara que emitía
una suave luz azul. Esa misma noche la colocó en la mesita de noche de Andrea.
- Con esta lámpara
tendrás una suave luz por las noches - dijo la mamá mientras la niña
la miraba con una mueca de desagrado.
Esa noche Andrea se acostó recelosa de tener que apagar la luz de su cuarto, pero pronto se
tranquilizó
al ver la hermosa luz que emitía esa pequeña lámpara, una luz difusa y de color azul que envolvía toda la estancia.
Andrea estaba tumbada en su cama mirando hacia
su mullida alfombra, casi a punto de dormirse, cuando vio algo moverse entre
los vaporosos pelillos del tapiz. Se quedó paralizada.
Un diminuto ser con camisa blanca, pantaloncito rojo, gorro de lana marrón y de orejas puntiagudas, la miraba curioso.
Al mismo tiempo, algo revoloteó encima de Andrea. Una pequeña,
muy pequeña hada con alas de mariposa, vestida de seda color turquesa y
rubios cabellos largos, volaba moviendo sus alas muy cerca de ella.
Andrea estaba paralizada por la sorpresa y
no atinaba a moverse ni a decir nada, mientras miraba a uno y a otro con los
ojos abiertos como platos.
De repente, el pequeño hombrecillo que estaba de pie sobre la alfombra, dijo con voz
algo chillona :
- Hola amiguita Andrea, me llamo Simón y soy un duende del bosque. No temas, no te haremos nada, somos
tus amigos.
El hada de preciosas alas de mariposa
semitransparentes color amarillo y naranja, seguía
revoloteando encima de Andrea, y haciendo una ágil pirueta se colocó casi
rozando la nariz de la atónita niña.
- Yo soy Casandra, soy un hada de la noche y
tenemos algo que decirte.
Andrea parpadeó rápidamente, sin dejar de mirar con sus bonitos ojos azules a esa
hermosa hada que estaba tan cerca de ella, ¡hasta podía sentir en su nariz el cosquilleo del aire que movía con sus alas! Un ligero suspiro salió de
entre los labios de Andrea mientras los movía
pareciendo que pretendía decir algo sin conseguirlo.
El hada Casandra dejó escapar una risita y acercándose a la mejilla de Andrea le dio un beso con sus diminutos
labios encarnados. - No tengas miedo - dijo Casandra - solo queremos contarte
algo.
Andrea levantó muy
despacio su mano con el dedo índice extendido y lo acercó hacia
Casandra queriendo tocarla.
- Estoy dormida y esto es un sueño - atinó Andrea finalmente
a murmurar con voz entrecortada.
- No, ¡no
estás dormida! - exclamó el hada a la vez que se posaba con sus graciosos piececillos
descalzos sobre el dedo de Andrea.
Simón,
que contemplaba la escena en silencio, finalmente habló:
- Querida Andrea, Casandra y yo somos seres
que habitamos los bosques que rodean tu pueblo. De día
nos escondemos en los troncos huecos de los árboles
para no ser descubiertos y de noche salimos a pasear y a recoger los frutos con
los que nos alimentamos.
Andrea escuchaba casi sin respiración.
- Este invierno está siendo muy duro - continuó diciendo Simón - tenemos muchísimo frio; es por eso que nos hemos acercado hasta tu casa para
poder pasar estos meses en tu cálida y confortable
habitación.
Andrea musitó preguntando sorprendida:
- Entonces ¿todo
lo que llevamos de invierno estábais en mi cuarto?
- Así es
- respondió
entonces Casandra - vinimos colándonos por el respiradero. Trajimos aquí nuestras
nueces y bayas e intentamos sobrevivir al crudo invierno, durmiendo de día en el hueco del respiradero. De noche intentamos salir por la
rejilla rota para poder movernos, pero la brillante luz que tenías hasta ahora nos dañaba los ojos y nos
resultaba imposible.
- ¿Y no tenéis miedo de mí? - preguntó Andrea.
- No - respondió Simón - hemos aprendido a conocerte y sabemos que eres una niña de buen corazón que jamás nos haría
daño.
Andrea entonces sonrió y dijo:
- ¿Y
solo sois vosotros dos los que habitáis el bosque?
Simón
miró
dudoso a Casandra interrogándola con la mirada, y ésta asintió ligeramente con la cabeza a la vez que la giraba mirando hacia el
hueco en una de las paredes de la estancia.
Simón
entonces se acercó decidido al
respiradero gritando:
- ¡Ya
podéis salir!
De la rejilla entreabierta asomaron tímidamente pequeños
duendecillos, hombres y mujeres, acompañados
de preciosos niños y niñas de cabellos rizados y grandes ojos. Había ocho parejas de duendes con sus retoños
y cuatro ancianos de cabellos blancos. Sobre ellos, siete lindas hadas salían batiendo y desperezando sus alas.
- ¡Ya
era hora! - gruñó
uno de los ancianos duendes - ¡pensaba que nunca podría estirar las piernas!
Los duendes recorrían
con la mirada la estancia mientras los niños
comenzaron a corretear por todos lados. Las hadas volaban haciendo mil y una
acrobacias en el aire mientras reían felices.
Todos ellos giraron sus miradas hacia Andrea
y gritaron al unísono:
- ¡Hola
Andrea !
Andrea miraba boquiabierta la escena,
sentada sobre su cama, mientras las hadas se le acercaron y se posaron sobre su
cabello y sus hombros.
Los niños
habían descubierto el trenecito de madera y se habían subido a él, simulando viajar por unas vías
imaginarias mientras uno de ellos imitaba el ruido del silbato
- Chuuuuuuu, chuuuuuuu.
Las mamás se habían colado en la pequeña casa de muñecas y vigilaban atentas a sus hijitos desde las ventanas mientras
curioseaban los lindos muebles de juguete. Los hombres y ancianos charlaban
animadamente de pie junto al brasero estirando y desperezando sus diminutos músculos.
- ¡Sois
bienvenidos a mi habitación! - dijo Andrea emocionada.
Permaneció durante
unos minutos observando a todos esos diminutos seres y mientras escuchaba a Simón que le contaba la historia de su familia de hadas y duendes,
cuando mirando hacia la puerta de su cuarto dijo pensativa:
- Es mejor que apague la luz de la lámpara, no vaya a ser que mis padres abran la puerta y os
descubran.
Simón
asintió
mientras la miraba sonriendo.
Acercando su mano al interruptor, Andrea,
decidida, apagó la luz y se tumbó de nuevo en la cama. No tenía
miedo, sonriente pensó
en sus nuevos amigos y finalmente el sueño la venció
y quedó profundamente dormida.
Al día
siguiente al amanecer, el canto de los pájaros
despertó
a Andrea. La niña se levantó
de un salto y viendo que ya no había nadie en su cuarto, miró hacia
la rejilla del respiradero murmurando:
- Que durmáis bien.
Durante las frías
y oscuras noches de invierno los duendes y las hadas vivieron confortablemente
en el cuarto de Andrea mientras ésta dormía plácidamente en su cama. Todos los días
antes de dormir, encendía su lámpara azul durante unos minutos para saludar a sus amigos y
contarles como le había ido el día. Luego apagaba la luz y dormía
soñando con sus amigos.
Con los primeros rayos del sol de la
primavera, los duendes y las hadas volvieron al bosque y cada noche, agradecidos
por la bondad de la niña, le hacían una visita a su cuarto. Andrea encendía
la luz de la pequeña lámpara azul y se saludaban y charlaban durante un rato. Luego
Andrea, que ya no temía a la oscuridad, apagaba la luz de su lámpara
y quedaba profundamente dormida mientras sus amigos regresaban al bosque de
hermosos abetos donde paseaban recogiendo frutos de los arbustos mientras los
niños jugaban con las ranas del riachuelo y correteaban divertidos
persiguiendo a las luciérnagas.
Su amistad duró para
siempre y desde entonces, cada invierno, sus pequeños
amigos compartieron con ella el calor de su habitación
y las charlas bajo la luz de la pequeña
lámpara azul.