El ciempiés era cojo de nacimiento. Su cojera se extendía a
24 patas exactamente, lo malo es que las 24 patas que faltaban estaban todas
situadas en el mismo sitio: por eso andaba con dificultad.
Caminaba muy despacio con las antenas agachadas, pues con 76
patas no se puede mantener ese orgulloso aire gallardo y marcial. Balanceaba su cuerpo de un lado a otro como una embarcación.
Además, suspiraba constantemente y se enjugaba el sudor con un fino pétalo de
rosa.
Nunca llegaba a tiempo a ningún sitio. Pero podía describir
con todo lujo de detalles los difíciles entramados de la red de una telaraña,
la marca que dejaba el viento en la hierba durante los días en que el aire
jugaba al escondite con los árboles, el trazado irregular del vuelo de la
libélula. Para todo eso hace falta fijarse mucho y, sobre todo, tener
tiempo para hacerlo. Y el ciempiés cojo lo tenía al no poder caminar más
deprisa.
También le gustaba charlar largo y tendido. En la hora que
antecede a la aurora, cuando el cielo está todavía oscuro y la tierra
débilmente alumbrada por el último cuarto de la luna, el ciempiés conversaba
con la musaraña sobre los temas más diversos. Unas veces hablaban de las
fiestas nocturnas de las madreselvas cuando se abren fragantes en las primeras
horas de la noche; otras, de la aparición de una nueva estrella que chapoteaba
risueña en el agua de la charca...
En las tardes veraniegas el ciempiés se quedaba mucho rato
en el mismo lugar y se tomaba su tiempo para probar el polen traído por la
brisa dorada. Nunca tenía prisa por llegar a ningún sitio, lo cual en un
principio estaba motivado por su cojera. Evidentemente no podía competir con
los otros ciempiés en velocidad ni participar en las carreras que organizaban
entre ellos.
Pero, poco a poco, tener tiempo para detenerse en las cosas
pequeñas le fue gustando cada vez más. Se planteaba el llegar, no como una meta
de rapidez, sino como un camino de contemplación de los detalles que
circundaban su vida en el bosque.